La pobreza y contrastes sociales de nuestro país no deben esconderse. No deben ser una mancha imborrable en nuestro fastuoso camino a la prosperidad. Nuestros pobres son más nuestros que los ricos. Son nuestra responsabilidad y nuestra obligación. Pero también nuestro derecho. Sí aprendiéramos aunque sea la mitad de lo que ellos saben; sí viviéramos con el diez por ciento de su dignidad seríamos el país más digno del mundo. Cuantas lecciones dan los desposeídos y más sí se trata de niños.
Hoy fui por un helado de vainilla para congelar mi dolor bucal al restaurante de hamburguesas por antonomasia y me senté adolorido a comerme mi sundae de chocolate mientras escuchaba un poco de Norah Jones.
De pronto empecé a escuchar risas incontenidas y al voltear hacia el área de juegos vi como salían chispas de colores de un par de niños que habían llegado al nirvana de su felicidad. No pude más que reír con ellos, olvidar mi sundae, olvidar a Norah y clavarme con añoranza en su felicidad.
Cuando el destello de sus sonrisas me permitió verlos bien, me percate que sus ropas estaban tan sucias y desgastadas como sus caras. Sus zapatos eran diferentes en cada pie y su pelo era cenizo. Pero ni a ellos, ni a mí, ni a los niños con quienes jugaban les importó la evidente condición social de los felices.
Sin embargo hubo quién no pudo con eso. Una empleada del restaurante se acercó a los niños y les pidió que se fueran pues no habían consumido nada. Los niños prontos y orgullosos obedecieron a la mujer y se fueron del restaurante que vende felicidad y sonrisas a los niños del mundo.
Indignado y molesto fui por los niños y les pedí que regresaran a jugar y el mayor de los hermanos me contesto que los juegos solo eran para los que tenían dinero. Evidentemente su respuesta me conmovió aún más.
Los niños regresaron a jugar cuando la misma mujer volvió hacia ellos y empezó su letanía. Me acerque a ella y le dije que los niños venían conmigo mostrándole el recibo de mi consumo.
Envalentonada la mujer refuto mi comentario y dijo que esos eran niños de la calle y se veía mal el área de juegos con ellos jugando ahí.
El dolor de mi boca para entonces era ya pasado, pues una ira absoluta invadió el terreno de mis sentimientos y solo pude manifestarle a la señorita la pobreza de su cerebro y de su alma.
Algunos otros comensales molestos también apoyaron mi recriminación que cada vez subía de tono, hasta que llego el gerente del restaurante y se dispuso hablar conmigo.
En fin, entre dimes variados y alguno que otro direte, los niños permanecieron jugando hasta que fui por ellos con un par de cajas que se asumen felices para cada uno.
Cuando las entregue, orgullosos las rechazaron pues pensaron se las habían dado por parte del restaurante, y no quisieron aceptarlas hasta que les mostré el recibo que comprobaba que las había pagado yo.
Tardaron escasos minutos en terminarse su hamburguesa, sus papas y su refresco y muy amablemente me dieron las gracias.
Finalmente el gerente del restaurante en un notable acto de humildad les pidió una disculpa a los niños, les regalo un par de helados a cada uno y les dijo que cuando quisieran podían entrar a jugar. Los niños no cambiaron su semblante y agradecieron las ofertas, terminaron sus helados con la misma impresionante velocidad y se dispusieron a salir, no sin antes agradecerme de nuevo mi ayuda y en un excelso acto de riqueza emocional se acercaron a la chica que los había corrido, que ahora lloraba (probablemente de remordimiento o algún regaño) y le comentaron que no se preocupara, que si tanto le molestaba no regresaban y pagaban sus helados limpiando el suelo del lugar.
Obviamente la chica lloro aún más fuerte y les pidió ella la disculpa a lo que ellos ácidamente contestaron:
-No se preocupe, esto nos pasa casi todos los días.