Cuánta dicha hay en ver llover sin mojarse en el intento. Cuán placentero es ver como las gotas de lluvia rebotan en el suelo. Ver como el cielo tiembla de miedo ante la embestida del agua. Ver como las nubes muestran su coraje y minimizan hasta al Sol. Magia natural escuchar el concierto que la lluvia proporciona. Gotas tintineando en el suelo seco, gotas perdiendo su identidad en los charcos, truenos demostrando su poder y el flujo ostentoso de los recién nacidos arroyos. Música tan pletórica que convierte en tenues ruidos los otros sonidos de la naturaleza.
Es tan poderosa y vengativa la lluvia que ataca a aquellos que podrían opacar el concierto de sus sonidos, obligan a las aves a callar refugiándose entre los arboles, los grillos y demás insectos cantores tienen que callar para internarse en el subsuelo, y el viento, único y eterno secuaz de la lluvia se somete en silencio a la voluntad de las nubes.
Cuánta desdicha habrá en la lluvia para las aves e insectos, para los animales descubiertos y para los individuos sin techo. Cuan trágico se ha de volver ese concierto fatal. Maldición eterna de las victimas.
Que tan glorioso ha de ser un instante de lluvia para el jardinero o el agricultor, para el pasto o el árbol. Que poderoso se ha de sentir el riachuelo con el impulso de la lluvia. Que tanto ha de esperar la biznaga este instante.
Que tan terrible ha de ser un instante de lluvia para el peatón o el trota mundos, para el perro callejero o el ave que no alcanzo a llegar al árbol. Que terrible ha de ser para el automovilista que se sabe encerrado en un raudal de agua a bordo de un vehículo no hecho para nadar. Cuanto ha de odiar el mojado este instante.